Reflexión del Dr. John Sttot sobre el tema del aborto.
La perspectiva cristiana y sus desafíos actuales.
"El debate sobre el aborto es notoriamente complejo (...) Pero los cristianos no podemos eludir la adopción de una postura personal ni la participación en el debate público"
El presente texto, que es parte del Libro "La fe cristiana frente a los desafíos contemporáneos" publicado originalmente en 1985 con varias reediciones hasta la actualidad, posee referencias que pueden ser consultadas al final.
El dilema del aborto
El debate sobre el aborto es notoriamente complejo. Comprende aspectos
legales, teológicos, éticos, sociales y personales. Además, es un tema con
un fuerte elemento emocional, pues se vincula con los misterios
humanos de la sexualidad y la reproducción, y a menudo entraña dilemas
sumamente dolorosos.
Pero los cristianos no podemos eludir la adopción de una postura personal ni
la participación en el debate público de este tópico, simplemente por su
complejidad. En cambio, deberíamos darle especial prioridad por dos factores.
El primero es que el problema del aborto se relaciona nada menos que con
las doctrinas cristianas de Dios y del hombre, o más precisamente, con la
soberanía de Dios y el carácter sagrado de la vida humana. Todos los cristianos
creen que Dios Todopoderoso es el único dador y sustentador de la vida y quien
puede quitarla. Por un lado, «él es quien da a todos vida y aliento y todas las
cosas» y «en él vivimos, y nos movemos, y somos». Por el otro, como el salmista
le dice a Dios: «si les quitas el aliento, mueren y vuelven al polvo». En efecto,
cada vez que alguien muere, la fe cristiana se esfuerza por afirmar con Job:
«Jehová dio, y Jehová quitó; sea el nombre de Jehová bendito». 1
De modo que para el cristiano tanto el dar la vida como el quitarla son
prerrogativas divinas. Y si bien no podemos interpretar «no matarás» como una
prohibición absoluta, ya que la misma ley que prohibía matar también lo mandaba en algunas situaciones (por ejemplo, la pena de muerte y la guerra
santa), no obstante, quitar la vida humana es una prerrogativa divina que está
permitida a los seres humanos sólo por mandatos divinos específicos. Fuera de
esto, acabar con la vida humana es el colmo de la arrogancia. De allí la fuerte
denuncia que la Madre Teresa hace del mal del aborto:
«Sólo Dios puede decidir sobre la vida y la muerte ... Esa es la razón
por la cual el aborto es un pecado terrible. No sólo se está matando
vida, sino que también se está poniendo el yo antes que a Dios. Sin
embargo, las personas deciden sobre quién debe vivir y quién debe
morir. Quieren erigirse en Dios todopoderoso. Quieren tomar el
poder de Dios en sus propias manos. Quieren decir: `Yo puedo
prescindir de Dios. Yo puedo decidir'». 2
En segundo término, la cuestión del aborto concierne a nuestra doctrina del
hombre además de la de Dios, pues, por poco desarrollado que pueda estar el
embrión, todos coinciden en que está vivo y es humano. Y cualquiera sea la
relación que establezcamos entre el recién nacido y el nonato, inevitablemente
entra en juego nuestra valoración del ser humano. Así pues, la actual práctica
casi indiscriminada del aborto refleja un rechazo de la concepción bíblica de la
dignidad humana. Es este aspecto de la situación el que más preocupa a Francis
Schaeffer y Everett Koop en el libro y la película Whatever Happened to the
Human Race? en el que tratan no sólo el problema del aborto sino también el del
infanticidio y la eutanasia. Ellos aciertan al atribuir «la corrosión del carácter
sagrado de la vida humana» a «la decadencia del cristianismo». 3
De manera que, si el debate sobre el aborto es un desafío tanto a la soberanía
divina como a la dignidad humana, el cristiano concienzudo no puede
permanecer ajeno a él.
La segunda razón para tomar en serio este problema está relacionada con la
revolución que ha ocurrido recientemente en la opinión pública. Ya sea que los
médicos hicieran o no el juramento hipocrático (que data del siglo V a. de J.C.),
antes generalmente se daba por sentado que asumían sus compromisos
fundamentales:
«Adoptaré aquel método de tratamiento que, según mi capacidad y
juicio, considere sea para el beneficio de mis pacientes, y me
abstendré de todo lo que fuese nocivo y malicioso. No administraré
una droga mortal a quien me la pidiere, ni aconsejaré su empleo;
asimismo, no colocaré el pesario a una mujer para provocar el
aborto».
Puesto que algunas de las cláusulas del juramento se han vuelto obsoletas, la
Declaración de Ginebra (1948) lo actualiza, a la vez que agrega la promesa:
«Mantendré sumo respeto por la vida humana desde el momento de la
concepción.»
No se puede esperar que un país como Japón, cuyo porcentaje de cristianos
es del uno por ciento de la población, refleje la concepción bíblica de la
naturaleza sagrada de la vida humana (si bien es cierto que según la tradición
budista toda forma de vida es sagrada). De modo que no nos sorprenden las
estadísticas posteriores a la liberalización de las leyes de aborto de 1948. Durante
los primeros ocho años se practicaron más de cinco millones de abortos, y en
19721a cifra había aumentado a un millón y medio.4
Pero en Occidente, heredero de una tradición cristiana de siglos, nuestras
expectativas tienden a ser mayores. En Inglaterra el aborto era ilegal hasta que
la Ley para la Preservación de la Vida del Infante de 1929 estableció que ningún
acto sería considerado delictivo «si fuere realizado en buena fe con la intención
de salvar la vida de la madre». La Ley de Aborto de 1967 del señor David Steel
fue considerada por muchos sólo una cautelosa extensión de la misma.
Requería que dos médicos expresaran su opinión «formada en buena fe», en
cuanto a que la continuación del embarazo implicaba 1) riesgo para la vida de
la madre embarazada, o 2) y 3) riesgo de daño para ella o para la salud física o
mental de los hijos sobrevivientes «mayor que el ocasionado por la interrupción
del embarazo», o 4) «riesgo considerable de que si el niño naciera padecería de
tales anormalidades físicas o mentales que supondrían un grado serio de
discapacidad». Cualesquiera que fuesen las intenciones de la Asociación para la
Reforma de la Ley de Aborto (que ideó el proyecto de ley) es indudable que los
parlamentarios que la votaron no previeron la catástrofe que acarrearía. Antes
que el proyecto se convirtiese en ley, el número de abortos practicados
anualmente en los hospitales del Servicio Nacional de Salud de Inglaterra y
Gales lentamente ascendió a seis mil cien (1966). 5
En 19681a cifra ya había llegado a veinticuatro mil y en 1973 se alcanzó la
cifra pico de ciento sesenta y siete mil.6 En 1983 ya se habían practicado más de
dos millones de abortos legales desde 1967, año en que se aprobó la ley.
La situación en Estados Unidos es aun peor. En 1970 una señora tejana (que
usaba el seudónimo de Jane Roe) quedó embarazada y decidió luchar contra la
legislación antiaborto vigente en su estado. Inició un juicio contra el fiscal del
distrito de Dallas, Henry Wade. En enero de 1973, en el famoso caso Roe vs.
Wade la Corte Suprema de los Estados Unidos declaró inconstitucional la ley de
Texas por siete votos contra dos.7 El fallo impedía toda reglamentación del
aborto durante los primeros tres meses de embarazo, y durante el segundo y
tercer trimestres lo reglamentaba sólo con relación a la salud física y mental de
la madre. Este fallo implícitamente autorizaba el aborto a solicitud en todas las
etapas del embarazo. En 1969 el número de abortos legales era inferior a veinte
mil. En 1975 superaba el millón, y en 1980 ya había llegado al millón y medio.
Esto significa que en 1980 de cada mil «nacimientos» (naturales e inducidos),
trescientos fueron abortos. De hecho, se abortan más de cuatro mil doscientos
cincuenta bebés por día, ciento setenta y siete por hora, es decir, tres por
minuto. En Washington DC, capital de Estados Unidos, el número de abortos
supera el de nacimientos normales en una relación de tres a unos
En 1968 el número total de abortos legales e ilegales en todo el mundo se
estimó entre treinta y treinta y cinco millones. 9 Desde entonces seguramente ha
aumentado.
Estas cifras son tan abrumadoras que escapan a la imaginación. No creo que
Francis Schaeffer y Everett Koop exageren cuando escriben sobre «La matanza
de los inocentes», ni John Powell SJ cuando titula su conmovedora obra
Abortion: The Silent Holocaust (Aborto: el holocausto silencioso).10 Para que su
argumento fuera aún más contundente, en la introducción presenta un cuadro
de «bajas de guerra», en el que cada cruz representa cincuenta mil norteamericanos
caídos en combate. Las guerras de Corea y de Vietnam sólo tienen
una cruz cada una. La Primera Guerra Mundial tiene dos cruces y media, y la
Segunda Guerra once. Pero «la Guerra contra los nonatos» tiene nada menos que doscientas cuarenta cruces, que representan los doce millones de abortos
legales practicados hasta principios de 1981.
Cualquier sociedad que tolera estas cosas, y peor aun que las favorece
mediante la legislación, ha dejado de ser civilizada. Uno de los principales
signos de decadencia del Imperio Romano era que se «exponía» a los bebés no
deseados, es decir, se los abandonaba a la intemperie y se los dejaba morir.
¿Podemos argumentar que la sociedad occidental contemporánea sea menos
decadente porque envía los bebés no deseados al incinerador de un hospital en
vez de abandonarlos en el basurero municipal? De hecho el aborto moderno es
aun peor que el antiguo abandono ya que se ha comercializado, y se ha vuelto,
por lo menos para algunos médicos y algunas clínicas, una práctica sumamente
lucrativa.11 Pero el respeto por la vida humana es una característica indispensable
para una sociedad civilizada y humanitaria.
El punto clave
Los defensores de una política de aborto laxa y los defensores de una estricta
parten de posiciones opuestas.
Los abortistas destacan los derechos de la madre, especialmente el derecho
que tiene a elegir; los antiabortistas subrayan los derechos del niño nonato,
especialmente el derecho a la vida. Los primeros consideran al aborto como
poco más que un anticonceptivo retroactivo; los segundos como poco menos
que un infanticidio prenatal. Los defensores del aborto apelan a la compasión
(aunque también a la justicia de los que ellos consideran ser los derechos de la
mujer); citan situaciones en las que, si se permite que el embarazo no deseado
llegue a término, la madre y/o el resto de la familia soportarían tensiones
intolerables. Los opositores del aborto apelan especialmente a la justicia; hacen
hincapié en la necesidad de defender los derechos del niño nonato quien es
incapaz de defenderse a sí mismo.
Aquellos que se oponen al aborto fácil no carecen de compasión. Reconocen
las dificultades y aun la tragedia que a menudo causa la llegada de un hijo no
planeado. Por ejemplo, una madre embarazada ya está agobiada por las
demandas de una familia numerosa. Su hogar ya está superpoblado y el
presupuesto ya no alcanza. Una boca más para alimentar sería una carga
económica demasiado pesada. La familia simplemente no podría hacer frente
a la llegada de otro hijo. O tal vez la madre es la que gana el sustento (porque es
viuda o divorciada, o porque su marido está enfermo o desocupado); tener otro hijo arruinaría la familia. O el marido es violento o cruel, tal vez alcohólico o
psicópata, y su mujer no se arriesgaría a poner a otro niño bajo su influencia. O
tal vez es soltera y cree que no puede enfrentar el estigma o las desventajas que
ella y su hijo deberán soportar como familia de un solo progenitor. O se trata de
una estudiante a quien un embarazo dificultaría los estudios y la carrera. O tal
vez el embarazo sea consecuencia de adulterio, incesto o violación, y éstas ya
son tragedias lo suficientemente serias como para agregarles la carga de un hijo
no deseado. O la madre ha contraído rubéola o se ha realizado una ecografía y
teme que su hijo sea mogólico o tenga alguna otra deficiencia.
Todos estos casos y muchos más causan gran sufrimiento personal y nos
mueven a la sincera compasión cristiana. Resulta fácil comprender por qué
algunas mujeres en estas circunstancias optan por el aborto, que les parece la
única salida, y por qué algunos médicos interpretan la ley lo más liberalmente
posible para poder justificarlo.
Pero los cristianos que confiesan a Jesucristo como Señor y desean vivir bajo
la autoridad de su verdad, justicia y compasión, no pueden ser meramente
pragmatistas. Debemos preguntarnos qué principios están en juego. Nuestra
compasión requiere pautas teológicas y morales; si la manifestamos a costa de
la verdad o de la justicia, deja de ser genuina compasión.
De manera que el punto clave es moral y teológico; específicamente se refiere
a la naturaleza del feto (fetus del latín «descendencia»). ¿Qué concepto debemos
tener del embrión en el interior del útero materno? Nuestra valoración del feto
determinará nuestra actitud hacia el aborto. No es mi intención referirme a la
ingeniería genética, la fertilización in vitro y la experimentación embrionaria, en
las cuales entran en juego otras cuestiones de principio. No obstante, en estas
áreas el problema principal es el mismo, a saber: ante Dios, ¿cuál es la condición
de un óvulo fecundado, ya sea en el útero o en un tubo de ensayo?
Rechazamos como absolutamente falso y sumamente abominable el
argumento según el cual el feto es sólo un bulto de gelatina, una masa de tejido
o una malformación en el útero materno, que por lo tanto puede ser extirpado
y destruido como si se tratara de un diente, las amígdalas o un tumor. Sin
embargo, al parecer hay quienes adoptan esta postura extrema. Por ejemplo, K.
Hindell y Madelaine Simms (partidarios del aborto) han escrito que «desde el
punto de vista médico y legal, el embrión y el feto son simplemente partes del
cuerpo de la madre, y aún no humanos». 1z Estas personas insisten en que el feto
pertenece a la mujer que lo lleva en su interior, que de ninguna manera puede
considerárselo independiente de ella o como un ser humano por derecho
propio, que su extracción es comparable a la extirpación de cualquier otro
tejido no deseado y que la decisión de abortar o no le corresponde enteramente a la mujer.
Como es su cuerpo, la decisión también es suya. Nadie más (y menos
un hombre, dirían las feministas) tiene voz en el asunto. No se puede obligar a
una mujer liberada a que dé a luz un hijo; ella tiene pleno control de sus propios
procesos y capacidades reproductivos.
En junio de 1983, después de una concentración multitudinaria en Hyde
Park, convocada por la Sociedad Protectora de los Niños Nonatos, marchamos
hacia la residencia de la primer ministro para presentarle una petición. A la
altura de Whitehall (el asiento de las más altas autoridades gubernamentales de
Gran Bretaña) un grupo de mujeres jóvenes comenzó a entonar el estribillo:
«La Iglesia, no; el Estado, no; que la mujer decida su destino».
Me acerqué hasta ellas para reclamar pacíficamente que nuestra
concentración y marcha no se centraba tanto en el destino de la mujer, sino
en el de su hijo nonato. La única respuesta que obtuve fue una sarta de
obscenidades irreproducibles, y un comentario algo obvio acerca de mi
incapacidad para dar a luz un hijo. No quiero decir que estaban completamente
erradas. Pues debo reconocer que el aborto es más un problema de la mujer que
del hombre. Ella es quien ha quedado embarazada, tal vez sin su
consentimiento, quien debe sobrellevar el embarazo, y quien deberá hacerse
cargo de los primeros cuidados del bebé. El hombre fácilmente olvida estos
puntos. No obstante, el niño tiene derechos propios antes y después de nacer,
y son esos derechos los que las jóvenes de Whitehall no reconocían.
El hecho de que el embrión, aunque se encuentre dentro del cuerpo de la
madre, no forma parte de éste, no es sólo una verdad teológica sino también
fisiológica. Esto es cierto en parte porque el niño tiene un genotipo distinto del
de la madre y también porque todo el proceso de gestación, desde la ovulación
hasta el nacimiento, puede considerarse como una especie de «expulsión» del
niño con vistas a su independencia final.
Existe un segundo grupo de personas que intentan establecer el momento
decisivo de la «humanización» del embrión en algún punto entre la concepción
y el nacimiento. Algunos eligen la implantación, cuando el óvulo desciende
por la trompa de Falopio y se adhiere a la pared del útero, cuatro o cinco días
después de la fecundación. Es cierto que la implantación es una etapa
indispensable en el desarrollo del feto y que el mayor número de abortos
espontáneos (a menudo causados por anomalías del feto) se producen antes de
este momento. Pero con la implantación sólo cambia el medio del feto y no su
constitución. Las generaciones pasadas pensaban que el momento en que la
madre comenzaba a sentir el movimiento del bebé coincidía con el tiempo en
que se infundía el alma al niño, o al menos que era la evidencia de ello.
Pero en la actualidad sabemos que los movimientos del niño no comienzan en ese
momento, sino que es entonces cuando la madre comienza a percibirlos. Una
tercera opción es la de «viabilidad», el tiempo en que el feto, si naciera
prematuro, sería capaz de sobrevivir. Pero las técnicas médicas modernas cada
vez adelantan más ese momento. La cuarta opción es considerar al nacimiento
mismo como momento crucial. Esta fue la postura adoptada por Rex Gardner
en su libro Abortion: The Personal Dilernma (Aborto: el dilema personal, 1972).
Dice así: «En mi opinión, mientras que el feto debe ser valorado cada vez más a
medida que se desarrolla, debemos considerar su primer aliento al nacer como
el momento en que Dios le da no sólo la vida, sino el ofrecimiento de la Vida.»
Luego cita Génesis 2.7 como evidencia bíblica, y hace referencia al momento en
que Dios sopló «aliento de vida» en la nariz del hombre. Además apela a la
experiencia común: «se suele oir un suspiro de alivio general en la sala de partos
cuando el bebé toma el primer aliento». 13 Es cierto que no se realiza ningún funeral para los bebés que mueren antes de nacer, y que las Escrituras generalmente se refieren al comienzo de la «nueva vida» a partir del «nuevo nacimiento». Pero esto no resuelve el problema porque las Escrituras también hacen referencia a que Dios nos «engendró» y a la «simiente» que lleva al nuevo nacimiento.14 Además, las fotografías del niño tomadas antes de nacer muestran que no existe una diferencia fundamental entre el nonato y el recién
nacido: ambos dependen de la madre, aunque de maneras distintas.
El tercer grupo de personas, al que en mi opinión deberían pertenecer todos
los cristianos aunque formulen el asunto de diferentes maneras y saquen
conclusiones diferentes, toma la concepción o la fusión como el momento
decisivo que da comienzo al ser humano. Esta es la opinión oficial de la Iglesia
Católica Romana. Por ejemplo, en 1951 el Papa Pío XII en su discurso a la
Sociedad Católica Italiana de Parteras afirmó: «El bebé, aún por nacer, es un ser
humano en el mismo grado y por la misma razón que la madre». 1s
De un modo similar, muchos protestantes afirman que no existe ningún
punto entre la concepción y la muerte, del cual podamos decir «a partir de ese
momento empecé a ser una persona, pero antes no lo era». Pues ciertamente el
feto está vivo y la vida que posee es vida humana. En efecto, muchos
profesionales de la medicina que no profesan el cristianismo reconocen este
hecho. Así pues, en la Primera Conferencia Internacional sobre el Aborto,
llevada a cabo en Washington DC en 1967, se declaró: «No encontramos
ningún punto en el tiempo entre la unión del esperma y el óvulo y el nacimiento del niño en el cual se pueda negar que se trate de una vida
humana» .16
El fundamento bíblico
En mi opinión, la base escritural más sólida para esta postura es la que se
encuentra en el Salmo 139, en el que el autor se maravilla ante la omnisciencia
y omnipresencia de Dios, y durante su meditación hace importantes
afirmaciones acerca de la existencia prenatal. Por cierto, el Salmo 139 no
pretende ser un tratado de embriología. En él abundan las imágenes poéticas y
el lenguaje figurativo (por ejemplo, v. 15 «fui ... entretejido en lo más profundo
de la tierra»). Sin embargo, el salmista afirma por lo menos tres verdades
importantes.
La primera se refiere a la creación. «Porque tú formaste mis entrañas; Tú me
hiciste en el vientre de mi madre» (v. 13). Se emplean dos metáforas familiares
para ilustrar la capacidad creativa de Dios: el alfarero y el tejedor. Dios es como
un artesano experto, que lo «creó» (o mejor dicho lo «formó»), tal como un
alfarero modela la arcilla. El mismo pensamiento se repite en Job 10.8, donde
Job afirma que las manos de Dios lo «hicieron» y lo «formaron» (RV) o lo
«plasmaron» (BJ). La otra figura es la del tejedor que lo ha «tejido» (v. 13BJ).
Asimismo, Job afirma: «Me vestiste de piel y carne, y me tejiste con huesos y
nervios» (10.11). En consecuencia, el salmista prosigue: «yo te doy gracias por
tantas maravillas: prodigio soy, prodigios son tus obras» (v. 14BJ).
Si bien los autores bíblicos no se proponen ofrecer un informe científico del
desarrollo fetal, no obstante afirman (con imágenes familiares del antiguo
Cercano Oriente) que el proceso de crecimiento embrionario no es automático
ni producto del azar, sino que es obra de la capacidad creativa divina.
El segundo factor que el salmista destaca es la continuidad. En el presente es
un adulto, pero echa una mirada al pasado hasta el tiempo en que aún no había
nacido. Hace referencia a sí mismo antes y después de nacer con los mismos
pronombres personales «yo» y «mí», pues es consciente de que durante su vida
pre y posnatal era la misma persona. Reconoce en su vida cuatro etapas. La
primera (v. 1) «tú me has examinado» (el pasado). La segunda (vv. 2, 3vp) «tú
conoces todas mis acciones; ... ¡sabes todo lo que hago!» (el presente). La tercera
(v. 10), «me guiará tu mano» (el futuro). Y la cuarta (v. 13), «tú me hiciste en el
vientre de mi madre» (la etapa prenatal). En las cuatro etapas (antes del
nacimiento, desde el nacimiento hasta el presente, en el presente, y en el futuro)
se refiere a sí mismo como «yo». Aquél que piensa y escribe ya de adulto tiene
la misma identidad personal que el feto que estaba en el vientre de su madre. No
reconoce ninguna discontinuidad entre su ser pre y posnatal. Al contrario,
dentro y fuera del vientre de su madre; antes y despúes del nacimiento; como
embrión, bebé, joven y adulto, es consciente de ser la misma persona.
La tercera verdad que el salmista expresa la llamaré comunión, pues reconoce
una comunión personal y muy particular entre Dios y él mismo. Es el mismo
Dios que lo creó quien ahora lo sustenta, lo conoce y ama, y quien por siempre
lo sostendrá firmemente. El Salmo 139 es quizá la declaración más radicalmente
personal del Antiguo Testamento sobre la relación individual de Dios con el
creyente. La relación «yo-tú» se expresa en casi todas las líneas. El pronombre
personal o el posesivo de la primera persona (yo-me-mi) aparecen en el salmo
veintisiete veces y los de la segunda persona (tú-tu) veintitrés. Más importante
que la relación «yo-tú» es el reconocimiento de la relación «tú-yo», de que Dios
lo conoce, lo rodea, lo sostiene (vv. 1-6), y de la fidelidad del pacto de Dios por
el cual nunca lo abandona ni lo deja ir (vv. 7-12).
De hecho, quizá «comunión» no sea la mejor palabra para describir este
reconocimiento, porque el término implica una relación recíproca, mientras
que el salmista da testimonio de una relación que Dios ha establecido y que
Dios sostiene. Por ello tal vez «pacto» resulte más adecuada; y se trata de un
pacto unilateral, o pacto de «gracia» que Dios inició y que Dios mantiene. Pues
Dios nuestro Creador nos amó y se relacionó con nosotros mucho antes de que
nosotros pudiéramos responderle en una relación consciente. Por lo tanto, lo
que nos hace personas no es el hecho de que conozcamos a Dios, sino que él
nos conoce a nosotros; no que lo amemos a él sino que él ha derramado su
amor sobre nosotros. De manera que cada uno de nosotros ya era una persona
en el vientre materno, porque Dios ya nos conocía y nos amaba.
Estas tres palabras (creación, continuidad y comunión o pacto) nos dan la
perspectiva bíblica esencial para desarrollar nuestro pensamiento. El feto no es
una formación en el cuerpo de la madre, ni un ser humano en potencia, sino
que ya es una vida humana que, si bien todavía no ha madurado, tiene la
potencialidad de crecer hasta la plenitud de la individualidad humana que ya
posee.
Otros pasajes bíblicos expresan el mismo sentido de continuidad personal
por gracia divina. Varias veces en los libros de la sabiduría del Antiguo
Testamento se expresa la convicción de que Dios fue «El que en el vientre me
hizo a mí» (Job 31.15; Sal. 119.73) aunque no sepamos cómo lo hizo (Ec. 11.5),
y «el que me sacó del vientre», y quien por lo tanto «desde el vientre de mi
madre» ha sido mi Dios (Sal. 22.9, 10; 71.6). Los profetas también compartían
esta creencia, ya sea con respecto al individuo como, por ejemplo, Jeremías
(«Antes que te formase en el vientre te conocí», 1.5), o al «siervo de Jehová» (a
quien el Señor formó y llamó en el vientre de la madre, Is. 49.1, 5) o, por
analogía, a la nación de Israel (Is. 46.3, 4). Las consecuencias de estos textos
sobre la continuidad personal no pueden ser eludidas mediante una analogía
con las afirmaciones del Nuevo Testamento en el sentido de que Dios nos
«escogió» en Cristo y nos «dio» su gracia en Cristo «antes de la creación del
mundo» (por ejemplo, Ef. 1.4; 2 Ti. 1.9). El argumento sería entonces que así
como no existíamos antes del principio de los tiempos excepto en la mente de
Dios, de la misma manera carecíamos de existencia personal en el vientre,
aunque se dice de Dios que nos «conocía» en ambos casos. La analogía es
inexacta, pues las situaciones son diferentes. En los pasajes relacionados con la
«elección», el énfasis es en la salvación por gracia y no por obras y, por lo tanto,
en que Dios nos eligió antes de que existiésemos o fuésemos capaces de realizar
buenas obras. Pero en los pasajes relativos a la vocación (ya sea el llamado de un
profeta como Jeremías o de un apóstol como Pablo, cf. Gá. 1.16), el énfasis no
recae sólo en la elección por gracia de Dios sino en el hecho de que él los
«formó» o «moldeó» para ese servicio en particular. No se refiere a «antes de la
creación del mundo», ni a «antes de la concepción», sino a «antes del
nacimiento», antes de que estuvieran plenamente «formados», es decir,
mientras aún estaban siendo «moldeados» en el vientre. La continuidad
personal antes y después del nacimiento es una parte esencial de esta
enseñanza.
Existe sólo un pasaje en el Antiguo Testamento en el que algunos han
interpretado que se le resta valor al feto humano, a saber: Exodo 21.22-25.x7 La
situación que contempla no está en discusión. Durante la pelea entre dos
hombres, por accidente golpean a una mujer embarazada quien en
consecuencia pierde el bebé o da a luz prematuramente. El castigo que se debía
imponer dependería de la gravedad del daño causado. Si el daño no era grave,
se fijaría una multa; si era grave, correspondería la retribución exacta, «vida por
vida», etc. Algunos han sostenido que la primera categoría (ningún daño grave)
implica la muerte del bebé, mientras que la segunda corresponde a un daño
grave ocasionado a la madre, y que por lo tanto, la simple imposición de una
multa en el primer caso sugiere que se otorgaba menos valor al feto que a la
madre. Sin embargo, ésta es una interpretación gratuita. Es mucho más
probable que la escala del castigo debía corresponder al grado del daño, ya sea
causado a la madre o al hijo, en cuyo caso se daba el mismo valor a la madre y
al hijo.
Consideremos el Nuevo Testamento. Con frecuencia se ha señalado no sólo
que cuando María y Elisabet se encontraron, embarazadas ambas, el bebé de
Elisabet (Juan el bautista) «saltó en su vientre» en un saludo al bebé de María
(Jesús), sino también que aquí Lucas emplea la palabra bré fos para referirse a un
niño sin nacer (1.41, 44), la misma que utiliza luego al referirse al recién nacido
(2.12, 16) y a los niños que traían a Jesús para que los bendijera (18.15).
Esto concuerda plenamente con la continuidad que la tradición sostiene
acerca de Jesucristo en el Credo Apostólico, que declara que «fue concebido por
el Espíritu Santo, nació de la Virgen María, sufrió bajo Poncio Pilato, fue
crucificado, muerto y enterrado, ... y al tercer día resucitó ... » A lo largo de estos
acontecimientos, de principio a fin, Jesús era y es el mismo Jesús que fue
concebido en el vientre de su madre virgen.
La ciencia médica moderna confirma esta enseñanza bíblica. Recién en la
década del sesenta se llegó a descifrar el código genético. Ahora sabemos que el
momento en que el óvulo es fecundado por la penetración del esperma, los
veintitrés pares de cromosomas están completos; el cigoto tiene un genotipo
único que es distinto del de ambos padres; el sexo, el tamaño y la forma, el
color de la piel, los ojos y el pelo, el temperamento y la inteligencia del niño ya
están determinados. Cada ser humano comienza siendo una única célula
fecundada, mientras que un adulto tiene alrededor de treinta billones de
células. Entre estos dos momentos (la fusión y la madurez) median cuarenta y
cinco generaciones de división de células, cuarenta y una de las cuales ocurren
antes del nacimiento.
La fotografía médica prenatal ha revelado aún más acerca de las maravillas
del desarrollo fetal. Pienso especialmente en las asombrosamente hermosas
fotos del libro A Child is Born (Nace un niño), del fotógrafo sueco Lennart
Nilsson. 18 A las tres semanas o tres semanas y media, el corazoncito comienza a
latir. A las cuatro, aunque el feto sólo mide alrededor de un centímetro, ya se
distinguen la cabeza y el cuerpo, como también la boca, las orejas y los ojos
apenas rudimentarios. A las seis o siete semanas se detecta el funcionamiento
cerebral, y a las ocho (el momento en que se comienzan a practicar los abortos)
ya se reconocen todos los miembros del cuerpo, incluidos los dedos de las
manos, las huellas digitales y los dedos de los pies. A las nueve o diez semanas
el bebé ya usa las manos para asir y la boca para tragar, y hasta puede chuparse
el dedo. A las trece semanas, el primer trimestre, el embrión está completamente
organizado, y en el vientre de la madre se encuentra un bebé en
miniatura; es capaz de cambiar de posición, de responder al dolor, al sonido y a
la luz, y hasta de tener un ataque de hipo. En adelante el niño simplemente
aumenta de tamaño y desarrolla más fuerza. Hacia el fin del quinto mes y
principios del sexto (antes de finalizar el segundo trimestre, y cuando el
embarazo aún no ha llegado a las dos terceras partes de su desarrollo), el bebé
ya tiene pelo, pestañas, uñas y tetillas, y ya puede llorar, asir con fuerza, golpear
con el puño y patear (esto sucede a veces después de un aborto practicado por
histerotomía, lo cual provoca gran angustia en el equipo médico).
Las madres embarazadas corroboran estos hechos con su propia experiencia
al expresar su sentido de llevar en su vientre una criatura viva. Es cierto que los
padres a veces le dan a su pequeño un sobrenombre cómico, especialmente si
todavía no saben el sexo. Pero también dicen con orgullo: «Tenemos un bebé en
camino.» Durante el embarazo una madre dijo que se «sentía madre de una
persona, con determinadas responsabilidades antes del nacimiento, y otras
después». Otra madre escribió: «Sé que se trata de una persona y que, por lo
tanto, tiene sus propios derechos delante de Dios.»
Un debate cristiano contemporáneo
No nos ajustaríamos a la verdad si afirmáramos que todos los cristianos
comparten un mismo punto de vista con respecto a este problema, ni siquiera
todos los cristianos que buscan someterse a la autoridad de las Escrituras. Una
diferencia marcada ha surgido a partir de un seminario interdisciplinario de
teólogos y médicos, que se llevó a cabo en 1983, auspiciado conjuntamente por
el London Institute for Contemporary Christianity y el Christian Medical
Fellowship. El discurso de apertura lo pronunció el canónigo Oliver
O'Donovan, profesor de teología moral y pastoral en la Universidad de Oxford.
Tituló su discurso: «¿Y quién es una persona?», y tomó como punto de partida
la parábola del buen samaritano. Así como Jesús se negó a responder la pregunta
«¿quién es mi prójimo?» proveyendo una serie de criterios, tampoco existen
criterios (ya sea basados en la conciencia de uno mismo, en la razón o en el
amor compasivo) sobre cuya base se pueda decidir quién es una «persona». En
cambio, el buen samaritano identificó a su prójimo cuidándolo, ya que «la
verdad de ser prójimo se conoce en el compromiso». Asimismo, la pregunta
«¿quién es una persona?» no puede ser respondida con especulaciones. En
cambio, llegamos a reconocer que alguien es una persona «sólo una vez que se ha
asumido el compromiso moral de tratarlo/la como persona». Luego, llegamos
a conocerlo/la como una persona, a medida que él o ella se nos va revelando en
las relaciones personales.
No es que nosotros confiramos al otro la condición de persona por nuestra decisión de tratarlo como persona, sino que su condición de persona se revela de esa forma. La condición de persona se manifiesta en las relaciones personales, aunque no se establece por ellas. Asimismo, antes de dedicarnos al servicio de una persona corresponde buscar evidencia acerca de si es adecuado hacerlo, ya sea por lo aparente o (en el caso del feto) por nuestro conocimiento científico de su genotipo único. De modo que se dan tres etapas.
En primer lugar debe haber un reconocimiento por el cual es adecuado
relacionarse con una persona como persona. Luego sigue el compromiso, el
interés por él como persona. En tercer lugar sigue el encuentro: «a quienes
tratamos como personas cuando aún no han nacido, los llegamos a conocer
como personas, una vez que son niños». En estas tres etapas se reconoce que el
desarrollo hasta el encuentro personal es gradual, mientras que se afirma la
realidad de la condición de persona desde el momento de la concepción. 19
En un ensayo que no ha sido publicado titulado «La lógica de los orígenes»
el profesor Donald MacKay, director del Departamento de Investigación de
Comunicación y Neurociencia de la Universidad de Keele, replica al
razonamiento del profesor O'Donovan. Dice así: «Las cosas adquieren
existencia de diversas formas.» Por ejemplo, los artefactos (como un auto) se
montan pieza por pieza, las nubes se forman por condensación, una mezcla
explosiva de gas y aire se desarrolla gradualmente, mientras que los animales y
las plantas crecen.
Cada uno de estos procesos tiene un producto final (un automóvil, una nube, una explosión, una planta o un animal maduro), pero nos es dificil percibir el momento exacto en el que éste comienza a existir, o la naturaleza exacta del cambio que se produce cuando esto sucede. Esto lleva a Donald MacKay a criticar el lenguaje de «potencialidad». Sin duda, el comienzo de todo proceso tiene la potencialidad de lograr su producto final, dadas las
condiciones necesarias; pero esto no justifica las afirmaciones ontológicas sobre
las etapas anteriores. Por ejemplo, un auto resultará de diversos componentes,
si es que se los monta bien; pero no nos referimos a las partes en términos de un
«automóvil en potencia», pues quizá acaben en el montón de chatarra.
¿Corresponde, pues, que nos refiramos a un óvulo fecundado como «un ser
humano en potencia»? Sí corresponde, por cuanto alcanzará la madurez si la
gestación evoluciona normalmente, pero no si esto nos lleva a atribuir al óvulo
las propiedades específicas del producto final. El valor del lenguaje de la
«potencialidad» es que subraya la importancia de los comienzos, las
expectativas y las obligaciones resultantes. El peligro es suponer que todos los
atributos y los derechos del producto final ya pertenecen a su principio, pues no
le pertenecen, aunque exista una línea de continuidad directa entre el producto
final y su principio.
Donald MacKay concluye diciendo que antes de que el feto pueda ser
debidamente considerado un «agente personal consciente», hay ciertos
requisitos de procesamientos de información necesarios para la autosuper-
visión. Esto no significa reducir a la persona a un cerebro, sino que la persona
no puede ser incorporada en una estructura que carece de un sistema de
autosupervisión por falta de un adecuado desarrollo cerebral. «La capacidad de
mantener la condición de persona consciente es una propiedad del sistema
nervioso central.» Por un lado, el óvulo fecundado es una «estructura física con
el repertorio de potencialidades más rico y más extrañamente misterioso que el
hombre haya conocido», pues puede desarrollarse hasta llegar a ser «la
encarnación de un nuevo ser humano a la imagen de Dios, amado por Dios,
lleno de potencialidades de importancia no sólo terrena sino también eterna».
Por otro lado, considerarlo como «una persona con los derechos de una
persona» sería una concesión inaceptable. 20
En suma, Oliver O'Donovan insiste en que el feto es una persona desde el
momento de la fusión, y que por lo tanto debemos dedicarnos a su cuidado,
aunque su condición de persona sólo se revelará más adelante en las relaciones
personales. Donald MacKay coincide en que desde el momento de la fusión el
feto tiene vida biológica y un maravilloso repertorio de potencialidades, en
tanto que sostiene que éste llega a ser una persona con derechos y necesidad de
cuidado una vez que el desarrollo cerebral hace posible la autosupervisión.
El conflicto entre las posturas de los dos eruditos parecería ser irreconciliable.
Sin embargo pienso que existe más terreno común entre ellos que el que se
distingue a primera vista, y no creo que ninguno de los dos niegue las
afirmaciones del otro en su totalidad. Donald MacKay pone énfasis en el
desarrollo del feto, sin negar que el óvulo fecundado ya tiene un rico repertorio.
Oliver O'Donovan pone énfasis en que desde el principio el feto tiene un
genotipo único completo, y de hecho ya es persona, sin negar que su destino es
alcanzar la madurez humana. ¿No es ésta básicamente la tensión entre el «ya»
y el «todavía no» (con la cual nos ha familiarizado el Nuevo Testamento)?
Tertuliano lo expresó nada menos que a fines del siglo II: «El también es un
hombre que está por llegar a serlo; el fruto ya se encuentra en la semilla.»21 En
nuestros días Paul Ramsey lo ha manifestado así: «El individuo humano cobra
existencia como una diminuta partícula de información ... El desarrollo
prenatal y posnatal subsiguiente puede describirse como el proceso de volverse lo
que ya es a partir del momento en que fue concebido. »22 Lewis Smedes describe
la condición del feto como una «profunda ambigüedad ontológica:
la ambigüedad de no ser todavía y al mismo tiempo tener las cualidades esenciales
de lo que será». 23
Esto me lleva de nuevo al Salmo 139 y a la causa del sentido de continuidad
del ser expresada por el salmista, a saber: el inmutable amor de Dios. En efecto,
al pensar en el compromiso personal y amoroso de Dios con el niño nonato se
me hace difícil aceptar las analogías con entes no personales (artefactos, nubes,
gases, animales y plantas) que me propone Donald MacKay. La iniciativa
soberana de Dios de crear y amar constituye el concepto bíblico de gracia.
Donald MacKay se niega a atribuir la condición de persona al feto recién
concebido porque aún no posee un cerebro para mantener la autosupervisión
y establecer relaciones concientes. Pero supongamos que la relación vital que le
confiere condición de persona al feto es el compromiso consciente y amoroso
de Dios con él, en vez de ser el suyo con Dios. Una relación unilateral semejante
es la de los padres que aman a su hijo, y se dedican a su cuidado y protección
mucho antes de que el niño sea capaz de responder. Es precisamente la
iniciativa unilateral la que hace que la gracia sea gracia. De hecho, es la gracia
de Dios la que confiere al niño nonato, desde el momento de la concepción,
tanto la condición única que ya posee como el destino único que luego
heredará. Es la gracia la que mantiene unida esta dualidad de lo real y lo
potencial, del «ya» y del «todavía no».
Consecuencias y conclusiones
¿Cómo influirá sobre nuestro modo de pensar y actuar nuestra valoración del
carácter único del feto humano (cualquiera sea la forma en que la formulemos)?
En primer lugar, modificará nuestras actitudes. Como la vida de un feto
humano es una vida humana, con la potencialidad de llegar a ser un ser
humano maduro, debemos aprender a pensar en la madre y el niño nonato
como en dos seres humanos en diferentes etapas de desarrollo. Los médicos y
las enfermeras deben considerar que tienen dos pacientes y no uno solo, y
deben procurar el bienestar de ambos. La actitud de los abogados y políticos
debe ser similar. Como afirma la Declaración de las Naciones Unidas de los
Derechos del Niño (1959), el niño necesita «cuidado y resguardo especiales, lo
cual abarca una protección legal adecuada, antes y después del nacimiento». Los
cristianos desearíamos agregar «cuidado especial antes del nacimiento», pues la
Biblia tiene mucho que decir acerca de la preocupación de Dios por los
indefensos, y las personas más indefensas son los niños que aún no han nacido.
No tienen voz para defender su propia causa y se encuentran impotentes para
defender su propia vida. Así pues, es nuestra responsabilidad hacer por ellos lo
que ellos no pueden hacer por sí mismos.
Por lo tanto, todos los cristianos deberían coincidir en que el feto humano es
en principio inviolable. El barón Michael Ramsey, al dirigirse a la asamblea de
la iglesia como Arzobispo de Canterbury en 1967, proclamó:
«Debemos establecer como normativa la inviolabilidad del feto ...
haremos bien en seguir teniendo por una de las mayores
contribuciones del cristianismo al mundo la creencia en que el feto
humano ha de ser reverenciado como el embrión de una vida capaz
de llegar a reflejar la gloria de Dios...»
Lo que hace que el aborto sea tan horrendo es esta combinación de lo que el
feto humano ya es y lo que un día puede llegar a ser. ¿Cómo puede alguien
conciliar las técnicas brutales de aborto con la noción de que el feto abortado es
en potencia el reflejo de la gloria de Dios? El método más antiguo es el de
dilatación y curetaje. Se dilata el cuello uterino para posibilitar la inserción de
un instrumento, ya sea una «cureta» con la que se raspa la pared del útero hasta
que el feto se corta en pedazos, ya sea un tubo de succión con el que también se
lo desgarra en pedazos. El segundo método (empleado entre la décimo segunda
y décimo sexta semana después de la concepción) consiste en inyectar una
solución tóxica (generalmente salina) con una aguja larga a través del abdomen
de la madre al saco amniótico que envuelve al feto, el cual se envenena, se
quema y muere, y luego es expulsado «espontáneamente». En una etapa
posterior del embarazo se emplea la cirugía; ya sea la histerotomía, que se
asemeja a una cesárea (excepto que en este caso el bebé se extrae del útero para
matarlo y no para salvarlo), o la histerectomía completa por la cual el útero y el
feto se extirpan y eliminan juntos. El cuarto método, alternativo a la cirujía, es
el uso de prostaglandina, una hormona que provoca el alumbramiento
inmediato, a menudo del bebé vivo.
El conocimiento objetivo de estos procedimientos nos debería llevar a rever
nuestro vocabulario. Los eufemismos populares nos ayudan a ocultar la verdad
y engañarnos a nosotros mismos. El ocupante del vientre materno no es un
«producto de la concepción» ni «material gamético», sino un bebé nonato.
¿Cómo podemos hablar de «dar término a un embarazo» si a lo que se da
término no es sólo al embarazo de la madre sino a la vida del hijo? ¿Y cómo
podemos llamar al aborto común de hoy en día «terapéutico» (término
originalmente usado sólo cuando peligraba la vida de la madre), si el embarazo
no es una enfermedad que requiera terapia y lo que el aborto provoca no es una
cura sino una muerte? ¿Y cómo pueden algunos pensar en el aborto como un
anticonceptivo, si lo que hace no es prevenir la concepción sino destruir al ser
ya concebido? Debemos tener el valor de hablar con precisión. El aborto
provocado es feticidio, la destrucción deliberada de un niño nonato, el
derramamiento de sangre inocente.
¿De manera que el aborto no se justifica en ningún caso? Para responder a
esta pregunta de un modo fiel y realista, los teólogos y los médicos se necesitan
mutuamente. Hace falta más consulta interdisciplinaria: los teólogos provocan
la impaciencia de los médicos, por ser poco prácticos y hacer declaraciones
desde una torre de marfil, sin mucha vinculación con los crudos dilemas
clínicos; y los médicos provocan la impaciencia de los teólogos, por ser
pragmáticos y tomar decisiones clínicas independientemente de los principios
teológicos. El principio en el que deberíamos estar de acuerdo está bien
expresado en el primer objetivo de la Sociedad Protectora del Niño Nonato que
dice así: «no se debe quitar la vida humana excepto en casos de necesidad
perentoria». Quizá el profesor G. R. Dunstan tenga razón al afirmar que existe
una ética del «feticidio justificable», por analogía con el «homicidio justificable
».24 Pero si aceptamos la inviolabilidad general del feto humano, luego cada
excepción ha de ser estudiada rigurosa y específicamente. A partir de la sanción
de la ley para la Preservación de la Vida del Infante (1929), el aborto para salvar
la vida de la madre ha sido legal en Inglaterra, aunque no fue condonado por la
Iglesia Católica Romana. Sin embargo, con el avance de las técnicas médicas
modernas, rara vez surge este caso, aunque podemos imaginar la situación
límite en la que un embarazo no deseado puede significar para una madre
sobrecargada y neurótica la amenaza de una crisis tan profunda que la
convertiría «física y mentalmente en una piltrafa»,2s o incluso el riesgo de
quitarse la vida. De acuerdo con las Escrituras la vida humana sólo se puede
quitar para proteger y defender otra vida, por ejemplo, en defensa propia; no
tenemos derecho a introducir muerte en una situación en la cual ésta no existe,
ni en forma de amenaza.
¿Qué diremos del «riesgo sustancial» de que el niño nazca «con una seria
discapacidad», que es la cuarta cláusula de la Ley de Aborto de 1967? Los
estudios prenatales de punción y análisis del líquido amniótico permiten en la
actualidad detectar anormalidades en el feto alrededor del cuarto mes. En ese
caso, ¿se justifica moralmente el aborto? Hay muchos que consideran que sí. El
doctor Glanville Williams se ha pronunciado enérgicamente sobre este punto:
«Permitir la crianza de los defectuosos es un mal horrible, mucho peor que
cualquier mal que pueda ser hallado en el aborto.»26 Al analizar la tragedia de
una madre que da a luz «un monstruo viable o un niño idiota», llegó a decir: «La
muerte eugenésica causada por la madre, análoga a la muerte de los cachorros
deformes ocasionada por la hembra, no puede ser declarada inmoral
inequívocamente. » 27 ¿Cuál será la reacción de la conciencia cristiana frente a
esta posibilidad? Ciertamente de repulsión. La única excepción sería un bebé
anencefálico (que nace sin cerebro) o un niño con una malformación tal que le
impidiera la supervivencia independiente; en estos casos se puede dejar que
muera, pues esos fetos se consideran subhumanos y por lo general se hace
referencia a ellos como «monstruos».
Pero hay por lo menos tres razones por las cuales este procedimiento tan
drástico debe reservarse sólo para los casos más excepcionales y no debe
extenderse a otras anormalidades (aunque sean graves). En primer término, hoy
en día se dice con frecuencia que lo que importa no es si la vida es o no «sagrada»
sino la «calidad» de vida, y que, por lo tanto, la vida de una persona con seria
discapacidad no vale la pena ser vivida. Pero ¿quién se atreve a decidirlo? En mi
opinión, el discurso más conmovedor de la concentración en Hyde Park en junio
de 1983, antes referida, fue pronunciado por Alison Davis, quien habló desde
una silla de ruedas y se describió a sí misma como «una adulta feliz con columna
bífida». Además dijo: «Hay pocos conceptos más pavorosos que el pensar que
determinadas personas estarían mejor muertas, y que por lo tanto se las puede
matarpor su propio bien». Un doctor, al escucharla decir que se alegraba de estar
viva, «hizo una increíble observación diciendo que nadie puede juzgar la calidad
de su propia vida, y que otras personas muy probablemente consideren que una
vida como la mía es muy desgraciada.» Ella insistía que por el contrario, «muchas
personas discapacitadas están perfectamente conformes con su calidad de vida».
En definitiva, es el amor el que da calidad a la vida y hace que valga la pena ser
vivida; y somos nosotros, sus prójimos, quienes podemos escoger entre darles
amor a los discapacitados o no. Su calidad de vida está en nuestras manos.
En segundo término, una vez que se acepta que se puede matar un niño
discapacitado antes de nacer, ¿por qué no se lo puede hacer después del
nacimiento? De hecho, la práctica del infanticidio ya ha comenzado. Naturalmente,
los médicos no usan esa palabra, y algunos tratan de convencerse de que
dejar que los bebés se mueran de hambre no significa matarlos; «¡apuesto a que
cambiarían de idea si se lo hiciésemos a ellos!», protestó Alison Davis. El hecho
grave es que si la sociedad está dispuesta a matar a un niño nonato sobre la
única base de que será discapacitado, no existe ninguna razón lógica por la cual
el próximo paso no sea matar a los recién nacidos deformes, a la víctima
comatosa de un accidente automovilístico, a los imbéciles y a los seniles. Pues
los discapacitados se vuelven desechables cuando se juzga que su vida es
«inútil» o «improductiva», y una vez más estamos frente al horror del Tercer
Reich de Hitler.
Los cristianos antes bien coincidirán con Jean Rostan, biólogo francés quien
sostuvo:
«Por mi parte creo que no hay vida tan degradada, rebajada,
deteriorada o empobrecida que no merezca respeto y sea digna de ser
defendida con celo y convicción ... Tengo la debilidad de creer que
es un honor para nuestra sociedad anhelar el caro lujo de sustentar
la vida de sus miembros inútiles, incompetentes y de los enfermos
incurables. Hasta mediría el grado de civilización de una sociedad
por el nivel de esfuerzo y vigilancia que se impone a sí misma por
simple respeto a la vida» .28
Una tercera razón para no abortar a los discapacitados es que para los
mortales falibles significaría asumir el papel de Dios. No tenemos autoridad
para hacerlo, y quienes se la arrogan seguramente cometerán serios errores.
Maurice Baring solía contar la historia de un médico que le preguntó a otro:
«Me interesa su opinión acerca de la interrupción del embarazo. El
padre era sifilítico y la madre tuberculosa. De los cuatro hijos que
tuvieron, el primero era ciego, el segundo murió, el tercero era
sordomudo y el cuarto también era tuberculoso. ¿Qué hubiera hecho usted?»
«Habría interrumpido el embarazo.»
«Entonces habría asesinado a Beethoven.» 29
En este debate debemos mantenernos en guardia contra las racionalizaciones
egoístas. Temo que la verdadera razón por la cual decimos que la discapacidad
grave sería una carga insoportable para un niño, si se le permitiera nacer, es en
realidad que sería una carga insoportable para nosotros. Pero los cristianos
debemos recordar que el Dios de la Biblia ha expresado su especial interés en
cuidar y proteger a los débiles y discapacitados.
¿Qué debemos hacer, pues? En primer lugar, debemos arrepentirnos. Coincido
con las palabras de Raymond Johnston, director de CARE, publicadas en un
artículo de un periódico: «Personalmente, estoy convencido de que la muerte
de los nonatos, en esta escala masiva y deliberada, es la mayor ofensa perpetrada
regularmente en Gran Bretaña en nuestros días, y sería lo primero por lo que nos
reprendería un profeta del Antiguo Testamento revivido.» El doctor Francis
Schaeffer y el doctor Everett Koop dedican el libro y la película titulados
Whatever Happened to the Human Race? (¿Qué le ha sucedido a la raza humana?)
«A todos aquéllos a quienes se les ha arrebatado la vida: los nonatos, los débiles,
los enfermos, los ancianos, durante la edad sombría de avaricia, lujuria, locura
y egoísmo característicos de las últimas décadas del siglo veinte.» ¿Tenían razón
al censurar a nuestra «iluminada» civilización occidental calificándola de «era
sombría»? Por lo menos en este tema pienso que la tenían, y personalmente
estoy avergonzado de que nosotros, los cristianos, no hemos sido «la luz del
mundo» de acuerdo con la intención de Jesús.
En segundo lugar, debemos asumir la responsabilidad plena de los efectos de una
política de abortos más estricta, si se lograra establecer. Si no estamos dispuestos a
asumir el costo, la movilización para conseguirla sería hipócrita. No debemos
provocar el aumento de los abortos ilegales. En cambio, nuestra tarea será ayudar
a las madres embarazadas a superar aquello por lo cual se niegan a tener el bebé,
y aseguramos de que reciban todo el apoyo personal, médico, social y económico
posible. Pues Dios nos manda: «Sobrellevad los unos las cargas de los otros, y
cumplid así la ley de Cristo» (Gá. 6.2). Debemos cerciorarnos de que si bien
algunos bebés no son deseados (ni amados ) por sus padres, ninguno sea «no
deseado» para la sociedad en general, ni para la iglesia en particular. No debemos
vacilar en oponernos al aborto ni en abogar por el nacimiento de cada niño. El
embarazo es un período de inestabilidad emocional, de modo que la mente y los
sentimientos de la madre embarazada a veces fluctúan. Rex Gardner cita dos
informes sobre mujeres a quienes se les ha negado el aborto. En un caso, el setenta
y tres por ciento de ellas, en el otro, el ochenta y cuatro por ciento manifestó que
se alegraba de que el embarazo no hubiese sido interrumpido. Asimismo cita a Sir
John Stallworthy quien considera que entre las personas más felices que conoce
están aquéllas que alguna vez le comentaron: «Usted no se acuerda, pero a mi
primera consulta vine para pedirle un aborto. Gracias a Dios usted se opuso,
porque este hijo nos ha traído la mayor alegría que hayamos disfrutado en
nuestro hogar. » 30 En cuanto a quienes no podrían sobrellevar la carga de otro hijo,
existe una larga lista de parejas casadas estériles que ansían adoptar un niño.
Como dice la Madre Teresa: «combatimos el aborto con la adopción».
Agradezco a Dios por las distintas organizaciones que han estado
promoviendo el ministerio de apoyo a las madres embarazadas: «Birthright»
(Derecho a la vida) en Canadá y los Estados Unidos; «Alternativas to Abortion
International» (Alternativas al aborto), cuya publicación se llama Heartbeat
(Latido de corazón); LIFE (Vida) y SPUC (Sociedad para la protección del niño
nonato) en Inglaterra.31 Estas ofrecen un servicio de amor de diferentes formas.
Por ejemplo, ofrecen aconsejamiento a las mujeres con embarazos no deseados,
socorren a las mujeres en momentos de desesperación, dan consejos sobre
cuestiones prácticas, procuran alojamiento para las madres en los días previos
y posteriores al nacimiento, les ayudan a buscar trabajo, les facilitan ayuda
económica y organizan grupos de apoyo personal. Al decir de Louise
Summerhill, fundadora de «Birthright»: «En lugar del aborto, ofrecemos ayuda;
creemos en la creación de un mundo mejor para los bebés que lleguen, en vez
de matarlos.»32
En tercer lugar, debemos apoyar una campaña educativa y social positiva. Los
cristianos no deben vacilar en ofrecer una enseñanza cabal y constante de la
concepción bíblica del ser humano, de su valor y de la naturaleza sagrada de la
vida humana. Debemos reconocer que todos los abortos se deben a embarazos
no deseados, que a su vez se deben a algún tipo de fracaso.
Con frecuencia, el fracaso es sexual; ya sea falta de dominio propio en el área
sexual (en especial de los hombres, que por lo general huyen de las trágicas
consecuencias de sus actos), ya falta de un uso responsable de los anticonceptivos.
El Consejo para la Responsabilidad Social del Sínodo General de la
Iglesia Anglicana ha hecho un llamado a «un esfuerzo significativo en el área de
la educación social» (podríamos agregar «y el de la educación moral»), con el fin
de «reducir la cantidad de embarazos no deseados», «socavar el hábito mental
por el cual el reconocimiento de un embarazo conduce directamente a recurrir
a un abortista» y persuadir a la opinión pública de «buscar una solución
mejor». 33 Este es «El camino mejor» al que se refiere Rex Gardner en los
capítulos 28 y 29 de su libro. 34
Los embarazos no planeados también se deben a menudo al fracaso social, a
condiciones tales como la pobreza, la desocupación y la superpoblación. De
manera que también por esta razón debemos trabajar por una sociedad mejor.
Los males sociales se han de combatir; no se resolverán con más abortos.
En el fondo, más importante que la educación y la acción social (por más que
éstas sean vitales) son las buenas nuevas de Jesucristo. El vino para atender a los
acongojados y defender a los débiles. Nos llama a tratar con reverencia a toda
vida humana, ya se trate de los nonatos, los infantes, los discapacitados o los
seniles.
No es mi intención adoptar una actitud de juicio personal contra las mujeres
que han recurrido al aborto, ni contra los hombres que, por su desenfreno, son
responsables de la mayor parte de los embarazos no deseados. En cambio, a
ellos quiero decirles que en Dios hay perdón Sal. 130.4). Pues Cristo murió por
nuestros pecados y nos ofrece un nuevo comienzo. Resucitó y vive, y por medio
de su Espíritu puede darnos el poder interior del dominio propio. Además está
edificando una nueva comunidad caracterizada por el amor, la alegría, la paz,
la libertad y la justicia. Un nuevo comienzo, un nuevo poder, una nueva
comunidad: éste es el evangelio de Jesucristo.
Dr. John Robert Walmsley Stott (27 de abril de 1921-27 de julio de 2011) fue un escritor y presbítero anglicano inglés.
Fue uno de los principales autores del Congreso Mundial de Evangelización de Lausana (Suiza) en 1974. En 2005, la revista Time posicionó a Stott dentro de las 100 personas más influyentes del mundo.
Referencias:
1. Hch. 17.25, 28; Sal. 104.29; Job 1.21.
2. Desmond Doig, Mother Teresa: Her People and Her Work, Collins, 1976, p. 162.
3. Francis A. Schaeffer y C. Everett Koop, Whatever Happened to the Human Race?, Revell, 1979; edición
británica revisada por Marshall Morgan & Scott, 1980. Ver en particular el capítulo 1 «The
Abortion of the Human Race», pp. 2-27, y el capítulo 4 «The Basis for Human Dignity», pp. 68-99.
4. C. Everett Koop brinda las estadísticas sobre el aborto en Japón en su obra The Right to Live; the
Right to Die, Tyndale House USA y Coverdale House, UK, 1976, p. 46.
5. Informe del Comité sobre la Ley de Aborto 1967, vol. 1, HMSO Cmnd. 5579, abril de 1974, p. 11.
6. Registrar General's Statistical Review of England and Wales para los años 1968-1973; suplemento
sobre el aborto, HMSO.
7. Para un análisis completo del caso Roe vs. Wade, ver Death Before Birth, de Harold O. J. Brown,
Thomas Nelson, 1977, pp. 73-96.
8. Las cifras han sido tomadas de (1) Statistical Abstract of the United States: 1982-83, U. S. Bureau
of the Census, 1982, p. 68, y (2) «Intercessors for America Newsletter», vol. 10, No. 2, febrero
de 1983.
9. Cita de Abortion: Law, Choice and Morality de Daniel Callahan, p. 298, en Mere Morality, de Lewis
B. Smedes, Eerdmans, 1983, p. 267, nota 21.
10. John Powell S. J., Abortion: the SilentHolocaust, Argus Communications, Allen, Texas, 1981, e. g.
pp. 20-39.
11. Con relación a perspectivas y prácticas antiguas, ver Abortion and the Early Church, Christian,
Jewish and Pagan attitudes in the Graeco-Roman world, por Michael J. Gorman, Inter-Varsity Press,
Illinois, 1982.
12. Cita de Abortion: The Personal Dilernma, Patemoster Press, 1972, p. 62.
13. R. F. R. Gardner, Abortion: The Personal Dilemma, Paternoster Press, 1972, p. 126.
14. Ver, por ejemplo, Santiago 1.18; 1 Pedro 1.23-25; y 1 Juan 3.9.
15. Citado por John T. Noonan en The Morality o f Abortion, Harvard University Press, 1970, p. 45.
16. Citado por C. Everett Koop en The Right to Live; the Right to Die, pp. 43-44.
17. John M. Frame analiza en profundidad este pasaje, e incluye el significado de las palabras hebreas
utilizadas, en su capítulo en Thou Shall Not Kill, The Christian Case against Abortion, ed.
Richard L. Ganz, Arlington Flouse, 1978, pp. 50-57.
18. Publicado por primera vez por Faber en 1965.
19. La posición de Oliver O'Donovan está expuesta en su obra The Christian and the Unborn Child,
Grove Bookets on Ethics, No. 1, 1973, y en sus conferencias dictadas en Londres en 1983,
Begotten Not Made?, Human Procreation and Medical Technique, OUP, 1984.
20. Ver también Donald MacKay, 1977 London Lectures in Contemporary Christianity, Human
Science and Human Dignity, Hodder & Stoughton, 1979, especialmente pp. 64-65 y 98-102.
21. Apología de Tertuliano, capítulo ix. Michael J. Gorman brinda un relato popular pero completo
de la unánime actitud en favor de la vida y en contra del aborto de los primeros cinco siglos
de cristiandad, en su obra Abortion and the Early Church, American IVP, 1982. Sus referencias a
Tertuliano están en las pp. 54-58.
22. Paul Ramsey, Fabricated Man, la ética del control genético, Yale University Press, 1970, p. 11.
23. Lewis B. Smedes, Mere Morality, Eerdmans, 1983, p. 129.
24. De la contribución del profesor G. R. Dunstan al artículo sobre el aborto en el Dictionary o f
Medical Ethics, ed. por A. S. Duncan, G. R. Dunstan y R. B. Welbourn, Darton, Longman y Todd,
edición revisada y ampliada, 1981.
25. Expresión utilizada por el juez McNaughten en el caso Rex vs. Bourne en 1938.
26. Glanville Williams, The Sanctity ofLife and the Criminal Law, Faber, 1958, p. 212.
27. op. cit. p. 31.
28. Citado de su libro Humanly Possible por C. Everett Koop al comienzo de su obra The Right to Live;
the Right to Die (q.v).
29. Citado por Norman St. John Stevas en The Right to Life, Hodder & Stoughton, 1963, p. 20.
30. op. cit. p. 225-226.
31. Las direcciones son las siguientes: «Birthright», 777 Coxwell Avenue, Toronto, Ontario,
Canadá, M4C 3C6. Altematives to Abortion, International, 26061/2 West 8th Street, Los
Angeles, California 90057, U.S.A. LIFE, 7 The Parade, Leamington Spa, Warwickshire. SPUC, 7
Tufton St., Londres, SW1.
32. Citado por Rex F. R. Gardner en Abortion: The Personal Dilemma, p. 276. Ver también The Story
of Birthright the Altemative to Abortion, por Louise Summerhill, Prow Books, Kenosha, 1973.
33. Abortion: an Ethical Dilernma, informe de la Junta para la responsabilidad social (Board for Social
Responsibility), CIO, 1965, p. 57.
34. op. cit. pp. 248-262.
Fuente: Libro "La fe cristiana frente a los desafíos contemporáneos"
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